domingo, 9 de noviembre de 2008



El paisaje es perfecto
para devorar recuerdos,
no tiene prisa, se desmonta,
desaparece entre los matorrales
de nuestra biografía,
nos acompaña a la puerta
de la casa donde nacimos.

Hasta que un día
nos damos cuenta que el sol
es una pieza de relojería
con fecha de caducidad,
las nubes una manada de lobas
capaces de ahuyentar la brisa,
la pradera una alfombra
que cambia de color en la lavandería
y las cigüeñas hacen sus maletas
cuando el frío aprieta las tuercas.

Las vías saben entender el ritmo
del paisaje.
Unos días puedes reír y otros llorar
si el tren atraviesa el horizonte
o corta en dos a la ciudad.


Pastilla sin receta
de lugares poco habituales
compañía cíclica que te aparta
del resto del mundo,
música sin instrumento,
compás de otro dios,
sonrisa que no cicatriza,
ilusivo defecto
de la esperanza.


El vacío engorda
y reclama,
pone a prueba
a los cinco sentidos,
admite que la realidad
se quede muda
al mismo tiempo
que su pérgola
cambia de color.
Sin ninguna respuesta
adelgaza y advierte
el escalofrío
de media noche
o el suspiro que recorre
una parte de la ciudad.


Me muevo con un torniquete
en la penumbra de mi astucia,
con un temblor en el ojo izquierdo,
una muleta en las mayúsculas
y una estampita del niño Jesús.

Voy con la pértiga de vizconde,
el tenedor en la mano derecha,
en la zurda una caricia tiende a dejarme
sin espinas en el nombre, sin calendario.

Me muevo a mi antojo de arlequín
a mi aire descoyuntado,
con mil complejos,
sin chisteras ni conejos
que sorprendan a las lunas menguantes.

Pellizcando las incógnitas de mi perfidia,
haciendo muecas delante del portero automático,
en la fuente y en la porción,
por los sueños que manchan los hábitos
de mi risa peregrina.

En un tablao de suerte
o en el segmento de cualquier aurora,
en un sinfín de casualidades que cortan el hipo
de este trajín, me muevo
con la servidumbre de cualquier forajido.